miércoles, 12 de febrero de 2014

Piedras del Campo

Arriba, en lo alto del campanario, bajo la campana chica, estribo mis cansados brazos en el alféizar de su ventana y, absorto, se me pierde la mirada  en todo lo profundo del vasto territorio campuso, hasta que la madre sierra de golpe, la frena, la recupera y me la devuelve.                     
En el último rincón que forman la sierra, el pantano y Toconales, los desnudos campos de la Raíz  y sus piedras milenarias, que lejos de resignarse a lo de “si las piedras hablaran” estas hablan y no paran a voz en grito del origen de del Campo y de los inicios de su historia.
La tumba, las tumbas, son muchas, esculpidas en roca, cementerio incluido, círculos de piedras caídas y entonces veo sus poblados, intuyo sus guerras, siento sus batallas.
Un poco a la derecha la adivino entre encrucijada de caminos, pequeña y graciosa, amada y amante. La Jerrumbrosa, Guerrera de todos los tiempos que aún reposa su descanso y que sólo interrumpe cuando su joven hermana la del Oro que también duerme el largo sueño del olvido y sólo en tardes de quietud tensa, de silencio sobrecogedor, de crepúsculos encendidos en llama, despierta para, juntas, buscar a quién contarle sus dulces lamentos que una y otra vez esbozan entre llantos y gemidos.
 Durante los paseos de estas misteriosas tardes y apenas llego a la entrada de la dehesa, me llegan difusos y débiles, como de niñas enfermas y casi inertes, llantos y frases entrecortados que no alcanzo a esclarecer, pero que conforme me adentro en la dehesa y ya llegando al refugio, distingo con total nitidez, a la par que una fuerza atrayente como  potente imán me obliga seguir caminando. Es entonces cuando penetran en mis oídos y  se alojan  en mi estómago retumbando  los lastimeros quejidos que la Jerrumbrosa  hace llegar a la del Oro: que aún guarda su preciado tesoro a flor de agua, esperando hacer feliz a quien logre descubrírselo, pero que pasan los años, los siglos y los milenios y nadie lo consigue, porque mentes obnubiladas por avarientas y codiciosas no aciertan a ello.
Responde la del Oro que ella ya no siente el calor de su tesoro que guardaba tras la piedra mora y llora amargamente porque quien lo descubrió, necio también y cegado por su avaricia codiciosa, confundió el oro húmedo y en polvo con arena negruzca y vieja e, iracundo lo arrojó
Al huerto de enfrente y sólo dicho huerto sabe de su suerte.                   
Miro bajo mí y contemplo las piedras del campanario, sillares uniformes  que junto con la Iglesia y todo su interior me transportan a poderosos tiempos pasados de gloria, y de arte, cuando El Campo, después Villa del Campo fue pueblo principal de la Orden de Alcántara.  

Los altares de la Iglesia, así como las vestiduras antiguas que aún se guardan en la sacristía, son testigos incuestionables de nuestra importante historia Alcantarina.
Rafa.